Entonces me sentaría frente a mi madre y le diría lo mucho que lo siento, que me perdone por haber herido su corazón, por haber sido tan dura; y ya con los ojos lagrimosos le diría a mi padre que le quiero sobre todas las cosas, que yo por él lo hubiese dejado todo; a mi hermano le dedicaría todas las sonrisas del mundo para que entendiese que pese a todo siempre le he querido; a la yaya le abrazaría como a nadie nunca he hecho y le haría saber porque es la mejor persona que conozco; al yayo le besaría la frente, le agarraría las manos muy fuertemente, le miraría a los ojos y le explicaría lo bonita que es la vida y que por ello debía de dejar de fruncir el ceño para ser feliz. Y, probablemente, ya de nadie más me hubiese despedido; demasiado duras habrían sido esas cinco despedidas… cerraría los ojos y cuando los volviese a abrir le estaría contando a Älex o a África lo increíble que era Samuel.