24/10/10

¿Qué nos pasaba? Merche ya no era la misma. Me aterrorizaba la idea de que ya no fuese feliz a mi lado e incluso empecé a temer que mis besos de bienvenida en su mejilla algún día los reprochase. Hacía semanas que no me esperaba para la cena, me dejaba una fiambrera en la nevera para que calentase en el microondas, pero a mí se me quitaba el apetito, es más, jamás tenía hambre por las noches y si cenaba era por estar con ella, por eso nunca llegué a abrir ninguna fiambrera. Poco a poco dejó de poner en agua mis flores y dejaba que muriesen a los pocos días. No me hablaba de nada a penas y cuando le preguntaba ni siquiera me miraba a los ojos para decirme muy bajito que no pasaba nada. Como no me hablaba decidí escribirle una carta que leyó y dejó en su mesita de noche, pero no me dijo nada al respecto. Hasta que un día, llegué como siempre, tarde, del trabajo y en la cocina había un jarrón hermoso que contenía unos preciosos tulipanes lilas con una nota que decía ‘’te quiere, Fernando’’. Ni siquiera me atreví a preguntarme de que Fernando se trataba: si del vecino de dos pisos más abajo, o de su compañero de trabajo, o del panadero; me daba igual quien fuese porqué ya había otro en su vida. Así pues, dejé el clavel blanco que le traje ese día al cual los tulipanes a su lado le hacían pequeño e indefenso, pero él siempre fiel, se mantuvo ahí.
Me marché, para siempre.
Me hablaba del tiempo, pero eso no hacía que los minutos pasasen más deprisa ni que la espera no se hiciese letal. Yo ni siquiera le escuchaba y él se daba cuenta, por eso interrumpió su monólogo para decirme ‘‘no te preocupes, cariño, todo va a salir bien’’. En ese momento me vi obligada a ir a la máquina de refrescos a por uno de ellos qué, por cierto, debían de reponer hace poco, pues estaba del tiempo; le di un sorbo y ahí se quedó. Mi padre acabó levantándose, no podía estar quieto, daba vueltas de un lado a otro del pasillo con las manos en los bolsillos y mirando a sus pies, las enfermeras ya se habían cansado de decirle que se sentase, pero le resultaba inevitable dejar de hacerlo. Era una maldita prueba, pero pese a eso debíamos estar preparados y, no lo estábamos. Se abrió, al fin, la puerta de la consulta 7 y mi padre corrió hacia allí, yo, me levanté y me quedé quieta delante del asiento, entonces salió mi madre con un sobre blanco en la mano, detrás, el médico con una mano en el hombro de mi madre y con el gesto de su cara nos hizo saber a mi padre y a mi que lo sentía; mis padres, entonces, se abrazaron y yo caí en el asiento y rompí a llorar.