Me
hablaba del tiempo, pero eso no hacía que los minutos pasasen más deprisa ni
que la espera no se hiciese letal. Yo ni siquiera le escuchaba y él se daba
cuenta, por eso interrumpió su monólogo para decirme ‘‘no te preocupes, cariño,
todo va a salir bien’’. En ese momento me vi obligada a ir a la máquina de
refrescos a por uno de ellos qué, por cierto, debían de reponer hace poco, pues
estaba del tiempo; le di un sorbo y ahí se quedó. Mi padre acabó levantándose,
no podía estar quieto, daba vueltas de un lado a otro del pasillo con las manos
en los bolsillos y mirando a sus pies, las enfermeras ya se habían cansado de
decirle que se sentase, pero le resultaba inevitable dejar de hacerlo. Era una
maldita prueba, pero pese a eso debíamos estar preparados y, no lo estábamos.
Se abrió, al fin, la puerta de la consulta 7 y mi padre corrió hacia allí, yo,
me levanté y me quedé quieta delante del asiento, entonces salió mi madre con
un sobre blanco en la mano, detrás, el médico con una mano en el hombro de mi
madre y con el gesto de su cara nos hizo saber a mi padre y a mi que lo sentía;
mis padres, entonces, se abrazaron y yo caí en el asiento y rompí a llorar.