Hacía cuatro años que no sabía nada de ella. Se fue con su embarazo a otro lugar, sin decir por qué. La extrañaba, la extrañaba cada día que pasaba, no había momento en que no pensase en ella y en el sonido de su risa. Pero algo me hacía mantener la esperanza de que un día sonase el teléfono y su voz estuviese en el otro lado del auricular, o, que al abrir la puerta de casa pudiese sentirla de nuevo aquí.
Ese día me dirigía a un rumbo nuevo, necesitaba cambiar de aires por unas horas, aunque ella permanecería en mis pensamientos y en mi corazón.
Hacía un tiempo me dijeron que los parques de Endurce son preciosos y por eso me subí al tren que me llevaría hasta allí, pese a que no pudiese ver su naturaleza, sí podría disfrutar del sonido de los pájaros, del puro olor a hierba mojada, del frescor del agua de la fuente...
Subí en el último vagón al principio de éste, en un asiento de dos, cara a la puerta que accedía al anterior vagón. El sonido de ese viejo tren perturbaba mis oídos y tan solo podía escuchar lo que pasaba alrededor de mi asiento, no sabía si habría alguien más, más atrás. De pronto, el correteo de un niño pequeño se iba acercando, podía escuchar como imitaba el sonido de despegue de un avión, supuse que llevaría uno de juguete en sus manos. ‘Daniel, Daniel ven aquí, no corras, ven, toma el bocadillo, no has almorzado nada’. ¡Era ella, era ella, sin duda era ella! ‘Rebeca, Rebeca’ chillé sin girarme. Pero nadie contestó. Repetí de nuevo ‘Rebeca, Rebeca’ con un tono más fuerte y, esta vez, me giré. ‘Mamá, ¿por qué chilla tu nombre?’ oí como le decía el pequeño. ‘Rebeca, por favor, sé que eres tú’ y me levanté con la intención de que ella se acercara y sé acercó: ‘mamá, lo siento pero me voy, no quiero volver a toparme contigo jamás’. Y le dije: ‘Abrázame por favor y déjame besar a mi nieto’. Se fue. Y yo, a los pocos días, morí de pena.